La correspondencia del biólogo E. O. Wilson con colegas abiertamente racistas despeja las dudas sobre sus ideas, pero también muestra las redes de apoyo y complicidad que se tejen en la trastienda del trabajo científico.
El nombre del biólogo Edward Osborne Wilson (más conocido como E. O. Wilson) es hace tiempo sinónimo de controversia. Un indudable experto en el comportamiento de las hormigas y activista por el cuidado de la biodiversidad, fue despedido con cariño por muchos a fines del 2021, cuando falleció a los 92 años. Pero su larga vida estuvo también sembrada de discusiones y polémicas, en especial por sus intentos de explicar los comportamientos sociales humanos como una extensión de los que ocurren en insectos u otros animales.
En 1975 Wilson presentó su libro “Sociobiología: La nueva síntesis”. En él propuso este nuevo campo, el del estudio de la base biológica del comportamiento social, con un fuerte sesgo adaptacionista: su premisa es que estas características sociales, a veces muy complejas, han surgido en la evolución porque son beneficiosas para los individuos o su grupo (otros cercanamente emparentados, similares en sus genomas) en términos de supervivencia o reproducción. Así, los individuos con variantes genéticas que causan ese comportamiento “adaptativo” dejarán más descendencia que los demás y eventualmente esas variantes, y las características que determinan, serán mayoritarias en una población.
Lo nunca cuestionado: el determinismo biológico, la idea de que los genes, las hormonas u otros factores biológicos tienen un lugar privilegiado o exclusivo en determinar lo que somos y cómo nos comportamos. Y como muchos críticos denuncian, es una de las formas en que la desigualdad se justifica a través del discurso científico. Si las cárceles están superpobladas de personas migrantes o racializadas, será que éstas tienen mayor propensión al delito; si las mujeres ganan menos que los hombres o no acceden a puestos jerárquicos, debe ser por su tendencia innata a ser menos competitivas... Por desgracia estas explicaciones no son una exageración ni una parodia. Existen científicos que las sostienen, y más: en nombre de la sociobiología se proclamaron como inscritos en los genes fenómenos como la xenofobia, la guerra o la violación.
Por ese motivo, muchos de los críticos de E. O. Wilson lo acusaron de racismo y misoginia, o bien al menos de haber dejado un terreno fértil para la discriminación. Pero aunque sus ideas favorecían la interpretación biológica de la inequidad social, el biólogo fue cuidadoso de no sentar posición en público sobre los temas más espinosos, como la supuesta base genética de las diferencias raciales. Su verdadera opinión quedó mayormente en el terreno de lo especulativo hasta la actualidad, cuando su muerte volvió a levantar la polvareda… y a proveer materiales de estudio inesperados. Entre las cajas de correspondencia que Wilson donase al final de su vida se encontraba una serie de documentos que despejaría las dudas sobre las ideas del científico. Pero, más importante aún, estas cartas muestran la trastienda de la labor científica, algo que excede a los protagonistas del caso y en lo que raramente pensamos cuando hablamos de “la ciencia”.
En un artículo para la revista Science for the People, Stacy Farina y Matthew Gibbons muestran algunos de los fragmentos recuperados de la correspondencia entre E. O. Wilson y otros actores de esta historia. Entre ellos J. Philippe Rushton, un psicólogo canadiense que abiertamente defendió en numerosos trabajos la idea de una relación entre raza y Coeficiente Intelectual, criminalidad y comportamiento sexual, y que en los últimos 10 años de su vida dirigió una organización estrechamente enlazada con la eugenesia.
El apoyo de Wilson parece haber sido crucial para que Rushton pudiese establecerse y validar sus ideas en la academia. Sin embargo, rara vez este aval ocurrió abiertamente, en particular luego de que el psicólogo cosechase su fama de racista. Wilson sí recomendó para publicación sus primeros trabajos, en que la idea racial no estaba explícita, y las cartas sugieren que hizo más que eso: aunque no está puesto en palabras, parece haberse encargado de lidiar con una revisión negativa de uno de los papers de Rushton, que luego sería publicado en la reputada revista Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America (PNAS).
En las cartas posteriores ya es otra la historia. Rushton siguió avanzando con sus ideas sobre el terreno de lo humano. Una de sus hipótesis, sobre la relación entre las razas y las estrategias reproductivas, buscaba explicar supuestas diferencias raciales en características como el altruismo, la inteligencia, la criminalidad y el deseo sexual. Wilson, luego de expresarle su apoyo, se negó a recomendar para publicación el trabajo. Debía cuidar su imagen, explicó haciendo referencia a sus colegas Stephen Jay Gould y Richard Lewontin, quienes no perdían la oportunidad de criticarlo y exponerlo por sus ideas deterministas. Igualmente propuso a Rushton contactarlo con algún otro miembro “menos vulnerable” de la Academia de Ciencias. Tras algunos reveses, el trabajo fue publicado.
Probablemente animado al consolidarse en el sistema, Rushton profundizó cada vez más su posición. Pero aunque el racismo en el ambiente científico nunca había dejado de ser un problema, la idea de que las diferencias en las características de las personas son de origen genético ya generaba muchas discusiones en los círculos académicos (y fuera de ellos) por subestimar el peso de inequidades sociales innegables. En este contexto las evaluaciones del desempeño de Rushton en la Universidad de Ontario, donde trabajaba, comenzaron a ser negativas. Wilson jugó un papel decisivo en el Comité de Apelaciones al validar las ideas de su colega, y aún se dedicó a argumentar que otros biólogos compartían sus opiniones pero muchos, incluyéndose a sí mismo, temían expresarse sobre el tema por miedo a convertirse en parias. Su intercesión sería decisiva para salvar la carrera de Rushton, con quien se quejaría en una carta posterior del “macartismo de izquierda”.
Esta no fue la última vez que Wilson utilizó su peso en la academia para darle una mano a su colega. Rushton seguía escalando en sus declaraciones públicas, y tras asegurar en televisión que las personas negras eran proclives a una mayor criminalidad y tenían menor inteligencia, el enojo se hizo sentir también en la Universidad de Ontario. Fue cuando las autoridades evaluaron sancionar a Rushton que E. O. Wilson volvió a tomar cartas en el asunto, justamente, enviando cartas.
“… La Universidad de Ontario está al borde de una violación de la libertad académica (…) que tendrá una notoriedad de proporciones históricas” es la advertencia de Wilson al comienzo de la carta dirigida al Departamento de Psicología. Viniendo de un científico con la reputación internacional que Wilson manejaba resulta una frase amenazante, y probablemente surtió efecto, pues Rushton mantuvo su cargo. Pero lo cierto es que por más reputación que tuviera, el biólogo debía mantener sus apoyos en las sombras.
Los "guardias" de la ciencia
Lejos de ser una historia sobre E. O. Wilson, el descubrimiento de esta correspondencia es una oportunidad para echar luz sobre lo que ocurre tras bambalinas. La ciencia es usualmente comunicada como una empresa casi solitaria. Aún mayormente superado el cliché del científico loco que hace experimentos en un sótano, no se habla demasiado de las redes que se entretejen entre los actores de la academia y también con quienes no forman parte de ella.
Las relaciones sociales, sin embargo, son parte fundamental del quehacer científico. Las más obvias ocurren a cielo abierto: la tutoría, el trabajo colaborativo, las citas (halagüeñas o todo lo contrario), los congresos en que al final lo más importante es el intervalo para tomar café e intercambiar ideas, ya sea en paz o a los gritos, las revisiones por pares, las evaluaciones, por no mencionar variados contactos con todos los actores por fuera de la academia.
Pero existe otro tipo de redes que se tejen en ámbitos más privados y que son las que muchas veces hacen lo que se conoce como "gatekeeping": definir el acceso y la permanencia en el sistema. Poco se habla de este tipo de relaciones. Tal vez porque eso requiere romper con la idea de que la ciencia es puramente meritocrática y aceptar que, también ahí, muchas veces se trata de dar con los contactos adecuados en el momento correcto. En esta historia, Wilson era uno de “los contactos adecuados”. Y aunque se vio obligado a ejercer su apoyo estratégicamente en las sombras, éste fue decisivo para mantener a Rushton y sus ideas a flote.
Esta capacidad de hacer lobby desde puestos de poder y reconocimiento a los que pocos pueden acceder perpetúa el círculo vicioso del acceso privilegiado de unos y la exclusión de otros y de sus perspectivas. La mirada científica siempre fue aquella del hombre blanco, europeo o estadounidense, instruido y acomodado, aquella que incluso al día de hoy suele pasar como la visión “objetiva” de las cosas. En las últimas décadas, poco a poco y en parte (pero no únicamente) gracias a la mayor inclusión de otros grupos y perspectivas, esta idea se fue horadando. Pero el proceso es lento, probablemente por la inercia que imprimen estas redes tan sesgadas (en términos de raza, de género, de clase, de proveniencia geográfica) de "guardias" que definen quién se queda y quién se va, y por su relativa invisibilidad: aún hoy se considera a la tarea científica como inherentemente neutral y regida por las leyes de la meritocracia. Y en gran parte gracias a eso, aún hoy la ciencia se usa para legitimar la desigualdad y para defender los intereses de quienes ostentan mayor poder, y a quienes comparten sus ideas. Algunos se benefician desproporcionadamente de sus frutos y otros cargan con los riesgos y los daños. Entender quiénes mueven esos hilos y cómo lo hacen, qué es lo que pasa en el detrás de escena, es clave para construir una ciencia más justa.