Fuente: smithsonian mag
La ciencia no siempre fue como hoy. Y las relaciones entre “hombres de ciencia” tampoco. Con Darwin de excusa, hablamos del rol de la correspondencia y la amistad en el armado de una gran teoría.
El mundo de la ciencia no siempre fue lo que es hoy en día. Lejos de la muy institucionalizada y regulada tarea científica del día de hoy, caracterizada por unas cuantas reglas no dichas y barreras invisibles, pero bastante impermeables, en otros tiempos las cosas eran (visto desde nuestra perspectiva) un tanto más “desordenadas”. En esta nota hablamos de un tiempo en el que ya estaban formadas algunas sociedades científicas y ya había publicaciones periódicas, pero todavía las cartas entre filósofos y naturalistas de las nacientes disciplinas cumplían un rol importante en el intercambio del conocimiento… y en otros aspectos también.
La correspondencia de Charles Darwin, y el lugar que tienen esas comunicaciones en sus obras publicadas, es un excelente ejemplo. El Darwin Correspondence Project recopila unas 15.000 cartas con distintos corresponsales de todo el mundo. Algunas son exclusivamente personales, pero la gran mayoría giran en torno a su gran tarea: el estudio y la recopilación de información sobre toda clase de organismos, lo que daría origen a una de las teorías científicas que cambiaría para siempre las ideas sobre la vida.
Hoy en día, muchos de estos intercambios entre científicxs están sistematizados a través de las citas en trabajos científicos y charlas en congresos. Atrás han quedado estos “carteos” y el sostén de relaciones en círculos de caballeros (buena cosa, porque por supuesto era una forma extremadamente excluyente de hacerse un lugar en ese mundo científico en formación). Pero también, por supuesto, podemos tener algo de nostalgia acerca del carácter más espontáneo e íntimo que adquirían estas comunicaciones. Aún cuando no hubiésemos podido leerlas (hablamos de cartas privadas en muchos casos) las relaciones de camaradería se vislumbran en los textos de estos autores: en el caso de Darwin, la lectura de sus libros nos paseará por una gran red de hombres¹ cuyos saberes (no siempre estrictamente “científicos”, si se puede usar ese término) se enlazaron. Y, por supuesto, exponer estas relaciones formaba parte del argumento tanto como los datos en sí. Las ideas de Darwin eran atractivas, pero el desfile de personalidades que aportaron elementos que “encajaban” en ellas les daban una mayor legitimidad, tanto a ellas como a su autor. Uno no puede evitar pensar que se trataba de un tipo bien conectado, que a lo largo de años había llegado a conocer a tanta gente y a través de ellos, tantas cosas. En eso residió parte del talento de Darwin: tejer una gran red de amigos, conocidos, expertos en algún pequeño ámbito, y acomodarlos uno a uno dentro de su mente, para armar con todos esos retazos una gran teoría que pudiese, más o menos, incluirlos a todos.
Pero no sólo de saber vive el hombre, y la correspondencia de Darwin es rica en sus emociones. Muy lejos del ocultamiento de la subjetividad al que las comunicaciones científicas nos tienen acostumbrados hoy en día, nos encontramos el asombro en cada anécdota y en cada dato… así como el malestar, el miedo y la indecisión. No solamente tenía entre manos una teoría que, sabía, tenía enormes implicancias: esos miedos se combinaban con una frágil salud que a veces amenazaba su trabajo. Así, le escribiría al geólogo Charles Lyell: “pero hoy me siento pobremente, y muy estúpido, y odio a todos y a todo. Uno vive sólo para hacer pavadas” y al botánico Joseph Dalton Hooker: “soy el más miserable, confundido, estúpido perro de toda Inglaterra, y estoy listo para llorar de aflicción ante mi ceguera y arrogancia”, o de forma más concisa: “últimamente todo me sale mal.”
Todos necesitamos una pequeña ayuda de nuestros amigos para salir adelante. Ya sea para armar grandes teorías que revolucionarán al mundo, o para encontrar un hombro donde llorar un rato.