Hoy se celebra el día de los derechos humanos y te invitamos a reflexionar sobre su compleja relación con el avance científico.
Hoy se celebra el día de los derechos humanos, en conmemoración del día de 1948 en que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y aunque tal vez no sea la ciencia lo primero que surge en nuestras cabezas cuando nos hablan de derechos humanos, al pensarlo un rato empiezan a saltar las conexiones.
Sin ir más lejos, nuestro país ha sido pionero de algunas técnicas de investigación genética por la desgraciada necesidad de identificar a un gran número de niñes apropiades durante la dictadura militar más sangrienta de nuestra historia. Las técnicas para confirmar paternidad o maternidad existían, pero no así la metodología para contrastar el ADN de una persona con el de otros (supuestos) parientes. El llamado "índice de abuelidad" es un desarrollo surgido para responder a esta necesidad, y gracias al que todavía hoy hay personas que siguen recobrando sus identidades, y familias que vuelven, al menos en parte, a encontrarse.
El Equipo Argentino de Antropología Forense, creado en 1986 para investigar crímenes ocurridos durante la dictadura del ‘76 y al que le debemos la identificación de restos de desaparecidos y de combatientes de la guerra de Malvinas, traspasó las fronteras para colaborar en la búsqueda de justicia en muchos otros casos en otras partes de latinoamérica y del mundo.
De hecho, yendo más lejos y hablando en general, la mismísima Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 27 plantea una relación con la ciencia, al considerar el acceso a los avances científicos como parte de los derechos inalienables de las personas.
Pero no todo son rosas, y es importante ver el otro lado de la moneda, que se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia. También en nombre de la ciencia se han perpetrado algunas de las peores violaciones a los derechos humanos. Disciplinas completas como la eugenesia, hoy desacreditadas, pero antaño tan dañinas, destruyeron miles de vidas alrededor del mundo. Lejos de ser sólo un fantasma, aún hoy encontramos casos de racismo escudados en la ciencia. Todavía se publican trabajos que legitiman la xenofobia, el sexismo o la transfobia. Aún hoy la medicina avanza sobre cuerpos e identidades disidentes en contra de su voluntad.
Asimismo algunas nuevas tecnologías, en manos usualmente de sectores poderosos, poco aportan a la igualdad o a mejorar la calidad de vida de las masas. En un país como el nuestro basta verlo en el uso de los avances científicos para la profundización del extractivismo en contra, muchas veces, de gran parte de las comunidades, que al revés de lo que declaran los discursos hegemónicos, perciben escasas ventajas y absorben todos los costos y peligros asociados. Y probablemente buena parte del problema reside en que también el establishment científico toma partido por los grandes intereses, pese a que incluso nuestra carta magna establece en su Artículo 41 que "todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras".
La reflexión sobre el uso de las nuevas tecnologías y sus ramificaciones éticas es algo que, lamentablemente, muchas veces no entra en la descripción de la tarea científica, ni está abarcado en la formación de los futuros científicos. Desde la creciente automatización puesta al servicio de los propietarios de los medios de producción hasta la ubicuidad de los sistemas de vigilancia, se acumulan las evidencias en contra de la idea de ciencia indivisiblemente atada al progreso. Una concepción que, lamentablemente, sigue gozando de buena salud, especialmente en el ámbito científico mismo.
Esta es la parte sobre la que nos debemos hablar si queremos trazar una relación entre la ciencia y los derechos humanos, si queremos pensar cómo construir ciencias que realmente trabajen para la igualdad.